¡Abandonad toda esperanza!
Se lee esa frase
forjada sobre las puertas negras
en la entrada del cementerio para vivos
que mi padre me heredó.
Un cementerio a donde va
la gente que a veces
tienes que saludar a diario,
o que te las encuentras en un café
o que sólo aparecen en fechas importantes
como ánimas de paso
y lo único que tenemos que recordar
para olvidarlas es su epitafio.
Algunas tumbas allí también son heredadas,
no las desentierro por respeto,
algunas tienen inscripciones
que te recuerdan por qué están allí.
“Lo ahogó de los tobillos hasta que dejó de llorar”
dice una tumba de un familiar no tan querido de mi padre.
Yo le dejo flores de vez en cuando,
otras veces escucho noticias que está bien,
que aún vive, pero yo solo recuerdo
que a su tumba tengo que llevarle flores.
¿Cuántos epitafios?
“Es terraplanista” “Te rechazó un pan de jamón” “Te abrazó solo para pedirte un favor personal” “Quiso ser el bravucón que golpeaba a tu hermano” “Decidió ser amigo de tus enemigos después de la pelea” “Le rompió el corazón a tu mamá,” “Te envidió por ser tú” “Se confió en un quirófano que no estaba apto para nada” “Le hablaba al dueño del bar y te contaba sobre él”.
Son muchos los epitafios,
dolorosos en su mayoría,
pero no están en todas las lápidas.
Hay unas sin nombre,
Blancas, pequeñas,
donde están esas personas
que viste alguna vez
y no supiste nunca más de ellas,
como el señor del abasto,
el mecánico de la esquina,
la vecina del 10,
la señora con whisky en mano
y comentarios inoportunos.
Sobre estas personas
no sabemos nada,
no sabemos si están vivas o muertas,
pero ya están enterradas.
Al pasar este mar de lápidas sin nombre,
se marca un horizonte de tumbas de piedra,
con nombres pero sin detalles,
ni fechas, epitafios, ni ángeles,
ni gárgolas, ni estatuas de santos.
Ahí yacen esas personas
que no significaron nada en tu vida
más que malos recuerdos,
o familiares y mascotas
de esas mismas personas
que se marcharon para no volver,
y si volvieron,
fue como fantasmas vivientes
en un restaurante francés
a dos cuadras de tu antiguo trabajo,
o cinco años después del divorcio
en un correo explicándote
que todo pudo haber sido mejor.
El cementerio para vivos
parece un cementerio normal
pero los espantos aparecen de día
y se duermen de noche.
Todos allí están viviendo sus vidas,
jugando con sus hijos,
montando bicicleta,
sumergidos en un teléfono móvil
publicando falsedades.
Luego de las tumbas de piedra
están los mausoleos de las montañas,
unos sepulcros apoteósicos
de tus vidas anteriores,
de esa persona que eras
con gente que amabas,
pero como hoy ya no están,
se llevaron consigo
ese tú que eras cuando estabas con ellas.
Esculpieron en roca
las veces que te mataron sin pensar,
recordándote que hoy tus otros “yo”
están en un lugar ajeno,
en el cielo, en el infierno,
o en un universo paralelo,
llevados allá por descendientes de Lilit,
de Pandora, de Eva,
traicioneras, cada una a su manera,
que hoy yacen en paredes de mármol gris,
con velas que se encienden de noche
y con jardines de azucenas, girasoles,
rosas, orquídeas o dientes de leones,
exactamente las flores que les gustaban
cuando estaban en mi vida,
aunque aún sigan con vida,
están muertas a pesar de
que las veas en fiestas,
que a veces coman tacos juntos,
o que te invite a su matrimonio,
que menos mal no fue el tuyo,
porque ese tú de ellas, ya no existe.
El cementerio de la gente que aún vive,
como pueden ver,
es basto y guarda memorias rencorosas
pero apenas llegamos a la parte más dolorosa,
“El valle de las cosas pequeñas
que lo arruinaron todo”.
Se siente el frío
de un palacio de mármol blanco
como hielo,
donde está sepultada esa persona
que te cambió la vida,
para después quitártela
y dejarte a la deriva
en medio de un océano
de amor verdadero
pero efímero.
Te dejó el corazón
hecho pedazos tan pesados
que te hicieron imposible respirar.
Pero sobreviviste,
aunque pudiste haber matado por ella,
no te mataste a ti,
estás atado a tus vivos.
Por muchos días
No te atreviste a cavar esa fosa
en la madrugada por temor
a perder el pasado para siempre,
aunque ya el futuro estuviese perdido.
Ella aún no sabe que está muerta
porque aún con amor la esperas
a pesar que tus muertos de verdad
volvieran en tus sueños
para castigarte por aún quererla.
Gracias a los Dioses está El Brillo,
un monumento funerario
sin precedentes,
una pirámide de cuarzo
tan blanca como dientes,
cuyo palacio de Agra arriba en la punta,
a las estrellas de Tauro apunta,
para amenazar a cualquier Dios
que se quiera acercar.
Fue construido por egipcios e indios,
con elefantes persas y dromedarios,
máquinas de piedra, artistas merovingios
y súbditos que murieron a diario.
Allí todo fue pensado,
cada ladrillo tiene una historia,
cada escalón tiene un hechizo,
cada símbolo inicia una profecía
para mantener encerrada a La Esperanza,
con la más pura energía.
Esperanza, ese demonio nefasto,
que te hace caer en el vacío
cuando creías estar en lo alto,
que te levanta para volver a tumbarte
y estrellarte contra el piso, una y otra vez.
Es el golpe en los dientes después
del puño en la nariz,
es la ola detrás de la ola,
la oscuridad en las penumbras,
es la herida nueva sobre la vieja cicatriz.
El brillo mantiene a la esperanza oculta,
recuerda que en otrora,
ella fue el último de los males
en salir de la caja de Pandora…
y ahora,
es el enemigo
que hay que mantener sepultado
para que todos los muertos a tu lado
de este cementerio de vivos
no salgan de acá jamás.