¡Abandonad toda esperanza!

The Art Of Hating Robots
4 min readApr 12, 2022

Se lee esa frase

forjada sobre las puertas negras

en la entrada del cementerio para vivos

que mi padre me heredó.

Un cementerio a donde va

la gente que a veces

tienes que saludar a diario,

o que te las encuentras en un café

o que sólo aparecen en fechas importantes

como ánimas de paso

y lo único que tenemos que recordar

para olvidarlas es su epitafio.

Algunas tumbas allí también son heredadas,

no las desentierro por respeto,

algunas tienen inscripciones

que te recuerdan por qué están allí.

“Lo ahogó de los tobillos hasta que dejó de llorar”

dice una tumba de un familiar no tan querido de mi padre.

Yo le dejo flores de vez en cuando,

otras veces escucho noticias que está bien,

que aún vive, pero yo solo recuerdo

que a su tumba tengo que llevarle flores.

¿Cuántos epitafios?

“Es terraplanista” “Te rechazó un pan de jamón” “Te abrazó solo para pedirte un favor personal” “Quiso ser el bravucón que golpeaba a tu hermano” “Decidió ser amigo de tus enemigos después de la pelea” “Le rompió el corazón a tu mamá,” “Te envidió por ser tú” “Se confió en un quirófano que no estaba apto para nada” “Le hablaba al dueño del bar y te contaba sobre él”.

Son muchos los epitafios,

dolorosos en su mayoría,

pero no están en todas las lápidas.

Hay unas sin nombre,

Blancas, pequeñas,

donde están esas personas

que viste alguna vez

y no supiste nunca más de ellas,

como el señor del abasto,

el mecánico de la esquina,

la vecina del 10,

la señora con whisky en mano

y comentarios inoportunos.

Sobre estas personas

no sabemos nada,

no sabemos si están vivas o muertas,

pero ya están enterradas.

Al pasar este mar de lápidas sin nombre,

se marca un horizonte de tumbas de piedra,

con nombres pero sin detalles,

ni fechas, epitafios, ni ángeles,

ni gárgolas, ni estatuas de santos.

Ahí yacen esas personas

que no significaron nada en tu vida

más que malos recuerdos,

o familiares y mascotas

de esas mismas personas

que se marcharon para no volver,

y si volvieron,

fue como fantasmas vivientes

en un restaurante francés

a dos cuadras de tu antiguo trabajo,

o cinco años después del divorcio

en un correo explicándote

que todo pudo haber sido mejor.

El cementerio para vivos

parece un cementerio normal

pero los espantos aparecen de día

y se duermen de noche.

Todos allí están viviendo sus vidas,

jugando con sus hijos,

montando bicicleta,

sumergidos en un teléfono móvil

publicando falsedades.

Luego de las tumbas de piedra

están los mausoleos de las montañas,

unos sepulcros apoteósicos

de tus vidas anteriores,

de esa persona que eras

con gente que amabas,

pero como hoy ya no están,

se llevaron consigo

ese tú que eras cuando estabas con ellas.

Esculpieron en roca

las veces que te mataron sin pensar,

recordándote que hoy tus otros “yo”

están en un lugar ajeno,

en el cielo, en el infierno,

o en un universo paralelo,

llevados allá por descendientes de Lilit,

de Pandora, de Eva,

traicioneras, cada una a su manera,

que hoy yacen en paredes de mármol gris,

con velas que se encienden de noche

y con jardines de azucenas, girasoles,

rosas, orquídeas o dientes de leones,

exactamente las flores que les gustaban

cuando estaban en mi vida,

aunque aún sigan con vida,

están muertas a pesar de

que las veas en fiestas,

que a veces coman tacos juntos,

o que te invite a su matrimonio,

que menos mal no fue el tuyo,

porque ese tú de ellas, ya no existe.

El cementerio de la gente que aún vive,

como pueden ver,

es basto y guarda memorias rencorosas

pero apenas llegamos a la parte más dolorosa,

“El valle de las cosas pequeñas

que lo arruinaron todo”.

Se siente el frío

de un palacio de mármol blanco

como hielo,

donde está sepultada esa persona

que te cambió la vida,

para después quitártela

y dejarte a la deriva

en medio de un océano

de amor verdadero

pero efímero.

Te dejó el corazón

hecho pedazos tan pesados

que te hicieron imposible respirar.

Pero sobreviviste,

aunque pudiste haber matado por ella,

no te mataste a ti,

estás atado a tus vivos.

Por muchos días

No te atreviste a cavar esa fosa

en la madrugada por temor

a perder el pasado para siempre,

aunque ya el futuro estuviese perdido.

Ella aún no sabe que está muerta

porque aún con amor la esperas

a pesar que tus muertos de verdad

volvieran en tus sueños

para castigarte por aún quererla.

Gracias a los Dioses está El Brillo,

un monumento funerario

sin precedentes,

una pirámide de cuarzo

tan blanca como dientes,

cuyo palacio de Agra arriba en la punta,

a las estrellas de Tauro apunta,

para amenazar a cualquier Dios

que se quiera acercar.

Fue construido por egipcios e indios,

con elefantes persas y dromedarios,

máquinas de piedra, artistas merovingios

y súbditos que murieron a diario.

Allí todo fue pensado,

cada ladrillo tiene una historia,

cada escalón tiene un hechizo,

cada símbolo inicia una profecía

para mantener encerrada a La Esperanza,

con la más pura energía.

Esperanza, ese demonio nefasto,

que te hace caer en el vacío

cuando creías estar en lo alto,

que te levanta para volver a tumbarte

y estrellarte contra el piso, una y otra vez.

Es el golpe en los dientes después

del puño en la nariz,

es la ola detrás de la ola,

la oscuridad en las penumbras,

es la herida nueva sobre la vieja cicatriz.

El brillo mantiene a la esperanza oculta,

recuerda que en otrora,

ella fue el último de los males

en salir de la caja de Pandora…

y ahora,

es el enemigo

que hay que mantener sepultado

para que todos los muertos a tu lado

de este cementerio de vivos

no salgan de acá jamás.

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